Corría un día del mes de mayo del año 1901 y el abogado general de la ciudad de París daba lectura a una carta anónima que contenía detalles espeluznantes sobre una casa apartada en las inmediaciones de Poiters. Según aquella carta redactada a mano, con buen vocabulario y caligrafía, una mujer era objeto de maltratos y vejaciones en este lugar.
El escrito no ofrecía demasiada información sobre la víctima, simplemente solicitaba que alguien hiciera algo, que se avisara a las autoridades pues estas atrocidades habían sucedido desde hacía 25 años. La carta decía lo siguiente:
“Sr. Abogado General.
Tengo el deber de informarle un grave problema. Me refiero a una señora que es mantenida cautiva en la casa de Madame Monnier en Poiters. Está hambrienta, harapienta y ha vivido entre su propia suciedad a lo largo del último cuarto de siglo. Algo debe hacerse”.
La mujer referida en la carta, Madame Monnier, era una viuda de 75 años cuyo nombre completo era Louise Monnier Demarconnay. Para casi todos sus vecinos la anciana era una ciudadana libre de cualquier sospecha. Era dueña de una mansión ubicada en un barrio próspero, y vivía acompañada de su hijo, Marcel. Emile, su finado esposo, había sido director de la facultad de arte de la localidad. Con 50 años, Marcel se desempeñaba como abogado y aspiraba al cargo de profesor en la comuna Puget-Théniers. Por donde se le viera, era una familia normal y con una vida bastante aburrida, jamás llamaron la atención y se habían ganado el respeto de sus conocidos, aunque se les consideraba muy reservados.
Las autoridades procedieron con escepticismo y cautela ante las acusaciones de la carta. Sin embargo, alguien recordó la existencia de Blanche, una hija de los Monnier que había desaparecido en circunstancias misteriosas. Blanche fue conocida como una joven “sumamente alegre y bien educada” con una “belleza excepcional y expresivos ojos azules”.
Quizá aquella carta había sido una broma de mal gusto. El tipo de grosería que una persona ociosa con malas intenciones suele hacer. Pero, ¿y si era verdad?
El asistente del abogado general, un hombre llamado Giroud, fue a realizar la inspección de rutina acompañado por dos oficiales. Al arribar a Poiters tocó a la puerta marcada con el número 21 en la calle Visitation. Tras insistir en repetidas ocasiones, una criada de aquella casa abrió la puerta solicitando disculpas por la tardanza. La mujer parecía muy nerviosa ante la presencia de aquellos hombres, sobre todo por los dos oficiales uniformados que exigían hablar con su empleadora. Curiosamente, el lugar estaba desordenado y sucio, pero aquello no despertó sospecha en los hombres que fueron llevados hasta una sala donde los recibiría Madame Monnier.
La anciana apareció casi media hora después apoyada por la sirvienta. Les dijo que no entendía el objetivo de aquella carta y que no eran más que calumnias en su contra. Los policías se convencieron, pero el asistente solicitó hacer una inspección a la vivienda afirmando que había algunas infracciones relativas a la instalación eléctrica. Madame Monnier le dijo que podía hacer la inspección con la condición de que no ingresara a las habitaciones para no perturbar la tranquilidad de los residentes, además debía ir acompañado por la sirvienta.
Giroud inspeccionó la casa, analizando cada rincón mientras los oficiales esperaban en la entrada. Al momento que inspeccionaba uno de los pasillos en el segundo piso, llegó hasta sus narices un olor nauseabundo proveniente de un ala de la enorme mansión que se encontraba bajo llave. Ordenó a la sirvienta que abriera la puerta pero esta se negó, advirtiéndole que llamaría a la patrona. Giroud fue más hábil y atrapó a la mujer para exigirle que le contara lo que estaba sucediendo pues parecía bastante claro que pretendían ocultar algo. La mujer se limitó a mirar la puerta y a decir que no tenía la culpa de lo que sucedía allí dentro. El asistente solicitó la presencia de los oficiales quienes derribaron la puerta que se encontraba firmemente atrancada.
Cuando la puerta cayó, el hedor penetró de lleno y casi los hace perder el sentido. Siguieron el rastro hasta una escalera que conducía al ático y que también estaba asegurado. Cuando retiraron el candado encontraron una habitación oscura y diminuta. Había una sola ventana cubierta por una pesada cortina que impedía el paso de la luz solar.
25 años en la oscuridad.
Removieron la cortina y solo así la luz del Sol llenó aquella habitación olvidada. Una chocante revelación sucedió a continuación:
En la esquina más oscura de ese lugar, cubierta por una sábana llena de inmundicia, se encontraba una mujer esquelética en posición fetal, descrita por los hombres como nada más que “piel y huesos”. Estaba completamente desnuda, recostada sobre un montón de paja atestada de orina y heces.
El hedor era insoportable. Trozos de pan, vegetales y carne habían formado una costra de residuos alrededor del cuerpo. Estaba presa a un grillete de hierro remachado a la pared que la sujetaba por el tobillo. La piel en la zona del pie era carne viva debido al contacto permanente con el metal. Al ver a los hombres gritó con demencia, aterrada por la presencia humana después de tanto tiempo.
Pese a su decadencia física y mental, el asistente reconoció en aquellos ojos azules la identidad de Blanche Monnier. Tenía 49 años de edad y pesaba poco más de 42 kg.
Al momento en que apreció de lleno la condición de Blanche, uno de los oficiales perdió el conocimiento por la impresión. El asistente Giround y el oficial restante le retiraron la cadena, la envolvieron en una sábana limpia y la llevaron hasta el Hôtel-Dieu de París, el hospital más próximo. Mientras esto acontecía, Madame Monnier se mantuvo en sus aposentos. La encontraron horas después degustando un bocadillo y una taza de té, vestida con una cómoda bata de seda y unas pantuflas de terciopelo. Hacía frío aquel día en París y la chimenea tenía un fuego bastante decente. Cuando la policía le informó sobre su crimen, se limitó a solicitar que llamaran a su hijo.
Marcel ya había sido interceptado en la escuela donde pretendía impartir catedra. Lo escoltaron hasta la mansión de Poiters donde el abogado general empezó a interrogarlo. A partir de ese instante la perturbadora historia de Blanche Monnier empezó a ver la luz pública.
Una madre sin corazón.
Cuando estaba por cumplir sus veinte años, Blanche se enamoró perdidamente de un hombre mayor – un comerciante de poco estatus social. La familia se opuso a dicha relación y le exigieron a Blanche que abandonara su emprendimiento amoroso. Según los rumores, la dama tenía la intención de escapar y jurarle amor eterno a su amado en Marsella, donde pretendían establecerse.
Otros rumores dijeron que su aventura trajo como consecuencia un embarazo no deseado, mismo que su familia le obligó a interrumpir. Ante la negación de Blanche, y dándose cuenta que no podían hacer nada para evitar el enlace, Madame Monnier y su hijo pusieron en marcha un plan macabro.
Una noche, el par drogó a Blanche con láudano y la llevó hasta el ático de la mansión. Cuando despertó, su madre le informó que permanecería en aquel lugar hasta que aceptara romper su relación o casarse con quien ella le indicara. Según la apreciación de Madame Monnier, era cuestión de tiempo para que Blanche diera su brazo a torcer.
Pero Blanche jamás desistió.
Fue así que Madame Monnier mantuvo a su propia hija como prisionera en el ático de su casa en Poiters. Tras un intento frustrado de escape, a Blanche le pusieron el grillete de hierro. Una vez por semana, Marcel iba hasta el ático armado con una carta para caballo y le propinaba una golpiza a su hermana, según él como una forma de disciplinarla. Cuando la liberaron podían apreciarse las marcas de abuso y cicatrices por todo su cuerpo.
Las enfermedades y las heridas infectadas casi le quitan la vida en múltiples ocasiones. La alimentaban con las sobras de la comida que le eran pasadas por un agujero en el suelo. Las ratas la aterrorizaban día y noche, salían de todos los rincones de la habitación para disputarse su comida. Para hacer sus necesidades usaba un caudal rudimentario que muy a menudo se obstruía y la dejaba cubierta de residuos. Durante semanas nadie fue a visitarla, y como nadie respondía a sus pedidos de auxilio dejó de pedir ayuda.
El comerciante con quien ella deseaba casarse murió en 1885. Los Monnier le dijeron a todo mundo que Blanche se había ido de París a vivir con unos familiares. Después inventaron que se había matrimoniado con un importante juez de otra provincia, y después de algunos meses agregaron a su versión que la joven había desparecido en Marsella en un misterioso caso de secuestro. Los Monnier se limitaron a inventar historias para justificar la ausencia de la hija. Nadie sospechaba nada. Los empleados fueron despedidos y solo una mucama quedó a cargo de las tareas diarias. La casa se fue deteriorando poco a poco: la fachada estaba despintada, el patio sucio, el jardín cubierto de hierbas… tenía todo el aspecto de una típica casa embrujada. Pese a esto, a nadie le importaba lo que sucedía en el interior. Madame Monnier no recibía visitantes ni familiares y parecía no tener amistades.
Corrupción en la justicia del caso.
Madre e hijo fueron llevados a prisión tras el rescate de Blanche. A Madame Monnier la transfirieron a una prisión especial cuando descubrieron que tenía serios problemas cardiacos. Murió quince años después.
Por su complicidad y participación activa en el crimen, el juicio de Marcel comenzó en octubre de 1901. Argumentó que Blanche estaba demente y que era necesario mantenerla en aislamiento. Los testigos llamados por la corte contrariaron su defensa. Decenas de personas que habían conocido a Blanche afirmaron que su comportamiento era el de una persona perfectamente sana previo a su desaparición. Los vecinos afirmaron haber escuchado gritos en algunas ocasiones, pero jamás llegaron a imaginar que se tratara de una mujer prisionera. Nadie sospechaba que pudiera tratarse de Blanche.
En apenas cuatro días, Marcel fue encontrado culpable y sentenciado tan solo a 15 meses de prisión. Apeló la sentencia a comienzos de noviembre. Gracias a su influencia y amistades en los tribunales, obtuvo un perdón especial – una aberración de la justicia francesa que jamás llegó a ser explicada. Para el enojo de los ciudadanos, abandonó la prisión como un hombre libre. Tras sufrir la conducta hostil de los parisinos, Marcel se mudó a Niza.
Fue un hombre sumamente extraño, le producía placer procesar a las personas y recomendar sentencias pesadas. En el año de 1910 se vio involucrado en un caso de corrupción en la ciudad de Niza y fue condenado a un año de prisión en la Isla del Diablo. Algunos dicen que fue un sujeto sádico, metido en temas de necromancia y ocultismo. Aunque posiblemente tales afirmaciones fueron inventos de sus detractores. Nadie lo sabe con certeza, pero dicen que murió víctima de un incendio a pocos días de que murió su hermana.
El final de Blanche Monnier.
El primer diagnóstico que hicieron los médicos sobre Blanche Monnier no era nada alentador: su muerte parecía algo inevitable y la recuperación improbable. Además de los severos daños causados por la desnutrición y las enfermedades, no lograba adaptarse a la claridad.
Pero milagrosamente la condición de Blanche empezó a mejorar, gracias a la atención de médicos voluntarios que se mostraron comprometidos con el cuadro clínico tan delicado. Blanche recibió apoyo de individuos ricos de toda Europa: presidentes, celebridades e incluso miembros de la realeza le enviaron obsequios. El gobierno francés le ofreció una casa en París donde podría pasar sus últimos días de vida, además de una pensión mensual.
Sin embargo, pese a su mejoría física, jamás recuperó la cordura. Psiquiatras ilustres, como Sigmund Freud que apenas comenzaba su carrera, intentaron sacar a Blanche del pozo oscuro y pútrido donde había caído su mente. Jamás superó el trauma que supuso su encierro de 25 años, frecuentemente despertaba en medio de gritos creyendo que seguía encerrada, devorada por las ratas y cubierta de suciedad en aquella oscura habitación del ático.
Blanche Monnier logró experimentar 13 años más de una vida en libertad. Tuvo una muerte tranquila en un hospital psiquiátrico de París en 1914. Jamás se supo la identidad del remitente de la carta que terminó con la liberación de la prisionera de Poiters.
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